La ley antitabaco

Carmen Amenedo Martínez

No fumo. Nunca lo he hecho. No porque me considere más disciplinada o más sana que quienes
sí lo hacen, sino porque, simplemente, nunca sentí la necesidad. Sin embargo, estoy creciendo
en una época en la que el humo del cigarrillo es parte del aire. En las discotecas, en los coches,
en los bares o incluso en las casas ajenas, es normal convivir con este humo que se impregna en
la ropa y la piel. Hoy, con la llamada “ley antitabaco”, esto parece una idea que se quedará en el
pasado. Y, sinceramente, no me parece mal.
La ley antitabaco, como toda norma, ha despertado opiniones encontradas. Hay quienes la
celebran como un avance en salud y convivencia, y otros que la sienten como una intrusión más
en la libertad de cada uno. Entiendo ambas posturas. Después de todo, pocas cosas tocan tanto
la sensibilidad como que el Estado te diga qué puedes o no hacer con tu propio cuerpo. Sin
embargo, me parece importante distinguir entre la libertad y el derecho a respirar aire limpio.
La cuestión del tabaco no es solo una decisión individual, es una cuestión de entorno. Cuando
alguien fuma en un espacio que compartimos, no solo consume nicotina, al fin y al cabo, la
comparte. El humo ajeno, afecta a los demás sin su consentimiento. No se trata, entonces, de
una censura, sino de una medida de protección. De hecho, la ley no prohíbe fumar, sino que
regula dónde y cómo hacerlo. Y ahí está su equilibrio, respetando la elección personal del
fumador, pero protege al que no fuma.
Aun así, no puedo evitar pensar en quienes sí fuman. Conozco a varios. Algunos lo hacen por
hábito, otros por placer, y otros porque no han encontrado aún la fuerza para dejarlo. Para ellos,
cada restricción nueva puede sentirse como una nueva herida, como si la sociedad los juzga más
que los comprende. Y es cierto, a veces la conversación sobre el tabaco se basa en si fumar
fuese un defecto de carácter y no una adicción normalizada. Esa actitud, creo, solo crea más
distancia.
Por eso, la ley antitabaco debería ir acompañada de empatía y no de condena. Prohibir no basta
si no se acompaña de apoyo, educación y comprensión. Los espacios libres de humo para mí
son un avance, sí, pero también lo sería un entorno que ayude a los fumadores a dejar el hábito
sin sentirse solos. La salud pública debe cuidar de todos, no dividirlos entre quienes somos
“buenos” y “malos”.
A largo plazo, estas medidas no buscan castigar, sino cambiar la cultura. De la misma manera
que hoy nos resulta impensable fumar dentro de un avión o un aula (algo común para mi abuela,
hace tan solo unas décadas), quizás dentro de unos años nos resulte impensable ver a alguien
fumando en una terraza. Los cambios culturales son lentos, pero comienzan con gestos como
este. Y aunque las leyes no pueden cambiar los ideales de las personas, sí pueden ayudarnos a
repensar nuestras costumbres.
En lo personal, agradezco poder sentarme en un café o una cerveza sin sentir el humo ajeno
invadirme. Pero al mismo tiempo, no quiero que quienes fuman se sientan expulsados o tal vez
desplazados. La ley antitabaco, bien entendida, no pretende borrar a los fumadores, sino
protegernos a todos.
Quizás, más que una prohibición, sea un recordatorio, el aire no nos pertenece individualmente.
Lo compartimos. Y cuidarlo, al final, es cuidarnos mutuamente.

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